jueves, 18 de septiembre de 2008

RECUPERAR LA IDENTIDAD.


ANTONIO MARTÍNEZ
Recuperar la identidad.

Hace unos años, asistí a una conferencia que pronunció en Murcia Javier Sádaba. No recuerdo con exactitud el tema, pero estaba relacionado con los cambios sociales y políticos experimentados por Europa durante las últimas décadas. En el turno de preguntas, le planteé la cuestión de si creía que la Europa del futuro debía prescindir de los mitos fundacionales que siempre han servido como origen sagrado y eje vertebrador de las comunidades humanas. Me vino a contestar que tales mitos ya no resultaban necesarios: en la era de la democracia y la razón, no podíamos considerar aceptable ninguna mitología política fundamentada en símbolos de naturaleza religiosa o para-religiosa. Contra lo que se creyó alguna vez, no son imprescindibles. Es más: producen efectos indeseables. ¿No desembocaron los fanáticos nacionalismos del siglo XIX en la Gran Guerra europea?, ¿no se apoyaron precisamente los fascismos en una exaltación sacralizante de la Nación? Europa ha aprendido la lección y ha elegido –prosiguió en su respuesta el señor Sádaba– una teoría política completamente aséptica.

Todo lo anterior vale igualmente para el caso particular de España. Durante siglos, los españoles hemos dispuesto de unos mitos fundacionales que nos recordaban la identidad de la Nación. España es el precipitado final de un proceso que empieza a desarrollarse en la Edad Media y va convirtiendo ese término, “España”, al principio de naturaleza mitológica y geográfica, en el referente patriótico de millones de personas. Ya en el siglo XIII, cuando España aún no existía tal como la conocemos desde el siglo XIX, era, sin embargo, en el sentir de los medievales –y junto a Francia, Inglaterra, Alemania e Italia–, una de las indiscutibles naciones europeas. Con el tiempo, el concepto literario, histórico y cultural se convirtió también en un concepto político. Los castellanos, aragoneses, navarros o catalanes –sin perder el orgullo de estas identidades–, se sintieron, ante todo, españoles. Y este sentimiento nacional no hubiera surgido sin una mitología histórica referencial compuesta por elementos como la Reconquista, los Reyes Católicos, el Monasterio del Escorial, la batalla de Lepanto o el descubrimiento y conquista de América.

Lo mismo sucedió, a su manera, en los diferentes países europeos. Ciertamente, el siglo XIX, para crear los grandes mitos nacionales, recurrió con frecuencia a idealizar el pasado y a interpretarlo de manera arbitraria y anacrónica. Pero tal proceder resulta perfectamente comprensible: pues la Nación siempre arraiga en una narración mítica, en una historia sagrada que arranca en el illud tempus legendario de los orígenes y que, tras unos avatares con frecuencia heroicos y trágicos, llega hasta la actualidad. Es lo que hoy hacen, sin complejo ni disimulo alguno, mintiendo a destajo y con una intolerable agresividad antiespañola, los nacionalismos de nuestro país.

Ahora bien: uno de los grandes problemas de la España actual consiste precisamente en que, durante las últimas décadas, se ha dedicado con ahínco a destruir sus propios mitos fundacionales, lo que constituye su esencial identidad. Hablar del alma y del ser de España se ha convertido en un tabú. Nuestros mitos fundacionales han sido condenados como políticamente incorrectos. La Reconquista –por ejemplo– ha sido prácticamente eliminada de los libros de texto. Ya no se enseña a nuestros escolares el nombre de nuestros héroes. Se ha conseguido que los españoles no conozcan su propia historia y, por tanto, no puedan sentirse orgullosos de lo que desconocen.

Del vacío posmoderno a una recuperación de la Nación

Todos sabemos quiénes han perpetrado este atentado contra nuestra identidad colectiva: la izquierda y los nacionalistas, con la culpable connivencia de una derecha mezquina y pusilánime. Ciertamente, esta descapitalización de la identidad nacional no es exclusiva de España –la experimentan otros países europeos de nuestro entorno, como Francia o Gran Bretaña– y, además, sintoniza con la campaña antimetafísica emprendida desde hace décadas por el lobby ideológico-político “progresista”: nada de identidades, nada de referencias históricas, nada de símbolos, nada de sacralidad colectiva, nada de mitos, nada de patrias y patriotismos, nada de emoción; todo ha de ser muy racional, muy aséptico, muy democrático, muy laico y muy políticamente correcto. Ahora bien: esta política produce unos efectos perniciosos. Porque, al destruir el mito de la Nación y, a la vez, las estructuras simbólico-religiosas colectivas en las que ese mito se incardinaba, se ha provocado la aparición de un tipo de individuo sin referencias, aislado, desprovisto de grandes ideales y de un vínculo orgánico con su historia, su cultura y su pasado. La izquierda cree que tal individuo es la clase de sujeto humano cuya proliferación se debe fomentar para “avanzar hacia una sociedad más libre”. Pero la realidad es que este tipo humano es el que siempre ha producido la ruina de una civilización.

O bien la ruina de un país. Es lo que puede pasar con España, si seguimos acercándonos hacia el abismo de la no-historia y la no-identidad. La izquierda y los nacionalistas sueñan con destruir la España del mito y de la Historia y sustituirla por una estructura político-administrativa residual y ultra-descafeinada. Pero un país que destruye sus mitos está arrancado sus propias raíces históricas y, con ello, se prepara para algún tipo de catástrofe colectiva. Mucho nos tememos que la pavorosa crisis económica que se abate hoy sobre España sea, en gran parte, resultado último de una gran descapitalización moral colectiva. Y, sin una gran recapitalización en sentido contrario –una vuelta a nuestra historia y a nuestros mitos–, tal vez resulte imposible afrontar una crisis que no es sólo económica, sino también, y sobre todo, cultural y espiritual.

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