domingo, 26 de octubre de 2008

IRRACIONALIDAD Y CINE


Irracionalidad y Cine

La idea de belleza cinematográfica puede ser defendida como una realidad no únicamente referida a las propiedades de las películas en sí, sino como un proceso centrado en las posibilidades que alumbra el espectador mismo. Para ello, el gusto personal y el propio criterio debería ser entendido como un punto de partida y no como un estatuto intocable.

Criticar una película sólo es, en un sentido reduccionista, “meterse con ella”, pues el elogio o la desaprobación constituye el resultado final del esfuerzo consistente en tratar de comprenderla, como algo similar a una búsqueda. Y, como todo proceso de búsqueda, requiere de algunas normas para dirigir mejor la atención.

Resulta, por ello, especialmente pertinente recordar la importancia de la Tradición en este proceso. La Tradición, materializada en miles de libros, incluso desde escuelas contrapuestas, supone una infinidad de esfuerzos que pretende descubrir nuevas posibilidades en los significados cinematográficos, despertar la sensibilidad y ofrecer instrumentos para profundizar en el placer de ver cine.

Pero la clave del proceso sobre la que pretendo incidir en este escrito es otro: el autocuestionamiento de las preferencias. Lamentablemente, hablamos de un empeño no sólo complejo sino entorpecido por el hecho de que, desde ciertos foros de relevancia social se promueve el escepticismo con relación a cualesquiera criterios de evaluación que traten de guiar las opiniones de los sujetos. Existe una incesante promoción de una especie de personalismo estético que empuja a los espectadores hacia una suerte de mentalidad anómica ramplona, desde la que boicotear la idea misma de calidad.

Esta barbarie contemporánea es alarmante porque favorece, desde el relativismo individualista más estrecho, la pobreza intelectual e incita hacia una inmadurez colectiva especialmente tentadora para los jóvenes, pues pretenden que, con ello, les salga gratis el encubrimiento de su ignorancia. Un fenómeno que suena al egoísmo de siempre, aunque hoy se presente con unos aires postmodernos que contribuyen a prestigiar injustificadamente la actitud de los amantes de la irracionalidad relativista, que tan fuertes se sienten en mitad del caos.

Por supuesto que ir al cine para divertirse es una aspiración inobjetable y sana, pero ir al cine exclusivamente "para no pensar" se ha convertido en toda una obsesión moderna y, para muchas personas, un murete de contención contra las condiciones que hacen posible una conversación inteligente, además de un chantaje contra quienes en su entorno la pudieran plantear. Ya se conoce la eficacia disuasoria que tiene la acusación de “cabeza cuadrada”, “cerrado”, e incluso “intolerante” y otras cosas peores.

Pero, se pongan como se pongan, ver una película no es un fenómeno estético que suponga un acontecimiento personal e intransferible, no, comprender una película es un proceso complejo de comunicación.

Gozar o aburrirse con una película implica, en primer lugar, comunicarse “hacia el interior”. Sin entrar en su indiscutible dimensión social, esta comunicación interior procesa la información recibida durante la película asignando significados a lo que el sujeto está experimentando, y que, finalmente, lleva al individuo a tener y expresar sus opiniones personales.

Pero el proceso de comunicación se amplía a una segunda dimensión en cuanto se cae en la cuenta de que ver una película es, casi siempre, un acontecimiento que favorece el intercambio de puntos de vista relacionados con las distintas visiones que de la película tienen las personas. Dichos intercambios, tomados como fuente de enriquecimiento a muchos niveles, están sujetos a contextos de comunicación que pueden favorecer el diálogo razonado y la profundidad en la comprensión crítica de la película, pero también existen contextos que pueden conducir al colapso de la comunicación.

Compartir unos cafés o una cena con amigos mientras se comenta una película estimulante, puede convertirse en una fiesta para la inteligencia en la que no se tiene porqué renunciar al entretenimiento más o menos sofisticado. Dicho disfrute está en función de que el grupo de amigos, no siendo especialistas, partan de una predisposición razonada y autocrítica de sus propias opiniones sobre la película. Dicha predisposición pasa inevitablemente por la autoimposición de dos exigencias: respaldar con razones dichas opiniones y arrogarse el derecho de inquirir al resto con la misma exigencia. La experiencia cotidiana nos muestra que dicha exigencia en un grupo acrecienta el placer de la conversación porque permite profundizar en aspectos importantes, disipa dudas, desvela misterios, aminora el número de intervenciones poco reflexionadas o arbitrarias, exige lo más atinado y reflexivo de nuestro punto de vista y, lo más importante, constituye un contexto que permite a las personas intervinientes sustituir sus opiniones por otras mejor razonadas.

Por desgracia, puede habitualmente comprobarse como mucha gente se endemonia cuando se pone en duda la calidad de las películas que le gustan o se le sitúa en un contexto en el que se vea compelido a razonar, maliciando enseguida oscuras ofensas elitistas irrespetuosas con el gusto de cada cual. Este contexto de recelo hacia la cultura cinéfila reivindica, en la práctica, la equivalencia de los gustos, y así, cociéndose en el desprecio por la tradición y la racionalidad, lo inverosímil, lo absurdo, lo infantiloide o el expolio a los clásicos, se cuelan impunemente, minimizando la responsabilidad artística de los directores y pudiendo contribuir a que la calidad de las películas se resienta.

Esta barbarie contemporánea es alarmante porque favorece, desde el relativismo individualista más estrecho, la pobreza intelectual e incita hacia una inmadurez colectiva especialmente tentadora para los jóvenes, pues pretenden que, con ello, les salga gratis el encubrimiento de su ignorancia. Un fenómeno que me suena, dicho sea de paso, al egoísmo de siempre, aunque hoy se presente con unos aires postmodernos que contribuyen a prestigiar injustificadamente la actitud de los amantes de la irracionalidad relativista, que tan fuertes se sienten en mitad del caos.

Temo, además, que este despreciativo escepticismo pueda animar a los directores noveles (algún caso he conocido) a convertirse en adoradores de la trasgresión, porque lo que en el fondo exalta este vacuo narcisismo es una actitud de elogio hacia el rupturismo en sí.

Pero es que el problema del escepticismo es, si cabe, de más hondo calado y apunta hacia una especie de enfermedad colectiva manifestada en dos perversiones culturales: en primer lugar, una ajenidad cuando no un desprecio hacia el cine clásico y hacia la tradición que lo envuelve y que ha ido precipitando criterios de relevancia artística; y, en segundo lugar, una exaltación de lo nuevo por “lo nuevo” que parece pretender instaurar nuevas mitologías freak o antitradición o “subversivas” desde las que puedan ensalzarse toda suerte de falsas originalidades. Y es que, el peligro de la mentalidad relativista puede incluir el fenómeno de la aceptación sin más de cualquier moda rupturista que se autoproclame como excepción artística, porque aquí “nadie es más que nadie”.

Piénsese que la comunicación social se hace posible gracias a criterios, algunos de ellos prioritariamente morales, que fomentan el diálogo a todos los niveles sociales (en mayor o menor medida). Pues bien, grandes pensadores vienen denunciado las tentaciones contraculturales que, sin ofrecer otra alternativa artística más allá del puro desbarajuste o de la provocación disfrazada de libertad, abominan de los criterios artísticos (así como los morales o políticos), sobre todo si están vinculados a la Tradición occidental.

Como yo no soy un necio ni un inquisidor, no tengo el más mínimo reparo en reconocer que existen productos audivisuales valiosos y para mí insospechados, por mucho que estén al margen de mis preferencias, pero me niego a otorgarles el estatuto de intocables porque ello sería tanto como contribuir a promover la derrota del pensamiento (Finkeilkraut) o ceder a la tentación de la ignorancia (Urbina).

En conclusión, la ideología relativista se ha cebado en el mundo del cine y presenta dos fenómenos alarmantes:

1- la negación de la existencia de mejores comprensiones frente a peores, favoreciendo el blindaje sin razonar, absolutivizando el "gusto de cada cual" y denunciando supuestas “ofensas” sufridas por la autoestima de quien se ve compelido a razonar sobre sus preferencias. Y ello es de un alcance devastador para el fomento de la cultura, pues al afirmar que el error es imposible, se defiende, implícitamente, que nadie es capaz de aportar nada relevante.

2- aceptando pasivamente la autoproclamación de excelencia de ciertos productos desde el interior de modas o movimientos “alternativos” que reclaman intangibilidad cultural para desligarlos de los parámetros clásicos de racionalidad, huyendo así de toda crítica “ajena” a su burbuja de sentido.

Así pues, no es exactamente la incultura cinematográfica lo que me parece denotativo de un nivel de comunicación social pobre, sino el regreso de los tapones dogmáticos a la comunicación y que se encuentra a dos niveles:

en la casi nula disposición autocrítica frente a dicha incultura y en la exaltación de cualesquiera productos audiovisuales siempre que tengan algún elemento “rupturista”, por torpe que este sea.

Una sociedad que rechaza, por ofensivos, los criterios de calidad cinematográfica, se inhabilita para quejarse de la baja calidad de las películas porque niega de origen que tal cosa exista. El abandono errático de las razones que avalan las opiniones, ya que "ninguna es mejor", en el campo de los gustos cinematográficos, es sintomático de un tipo de sociedad poco autocrítica y que favorece un criterio que ciega la comunicación: el encastillamiento estético, tanto individual como el colectivo. Y una sociedad que acepta pasivamente ese criterio degrada la comunicación, porque no promueve el diálogo a través de la argumentación razonada y fomenta el dogmatismo de las opiniones.

Arturo Cadenas.

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