miércoles, 19 de noviembre de 2008

FALSAS SALIDAS A LA CRISIS

Falsas salidas de la crisis

Por Pedro Schwartz

Son muchos los economistas que creen que las causas de la presente crisis son evidentes y las soluciones, de sentido común. En economía, por desgracia, las causas de los fenómenos son recónditas, y los remedios que proponen los asesores de ministros, presidentes de bancos centrales, y también los expertos que escriben en los periódicos, tienen consecuencias inesperadas y no deseadas.
Es falso que el mero aumento de la cantidad de dinero o liquidez fomente el crecimiento real de las economías, y que las rebajas del tipo de interés nominal de los bancos centrales sirvan para dirigir la inversión hacia empleos sólidamente productivos, y que la presente crisis vaya a arreglarse con inversiones públicas financiadas con déficit. Se equivoca, pues, el Dr. Pampillón al atribuir la presente crisis a una insuficiencia de demanda agregada y al poner sus esperanzas de evitar la deflación mundial en el gasto público financiado con déficit. Todas esas propuestas, basadas en un keynesianismo de libro de texto, son contrarias a la experiencia de lo ocurrido durante el New Deal.
Estas afirmaciones no son fruto de abstractas disquisiciones profesorales, sobre las que el público malamente puede formarse una opinión. Son el resultado de cuidadosas observaciones empíricas de la incapacidad de Hoover y Roosevelt para sacar a EEUU de la depresión a lo largo de la década de 1930 a 1940, de lo ocurrido en Japón durante la década perdida de 1980 o de lo que ocurrió en la RDA después de su unión con Alemania Federal. Esas observaciones tienden a confirmar la teoría económica clásica. Según esta teoría, cuando se da tiempo al tiempo los inversores, los ahorradores y los consumidores hacen lo que les conviene, a ellos y a la economía en general; yerran el camino cuando banqueros centrales y ministros de Hacienda les confunden con medidas equivocadas.
El elemento fundamental de la teoría clásica es que el aumento de la cantidad de los medios de pago por encima de la producción de bienes y servicios termina reduciendo el valor del dinero. Al principio, cuando circula más dinero del necesario los individuos se animan, porque les parece que reciben más por sus bienes y servicios, y con esos ingresos aparentemente mayores consumen más. Luego se dan cuenta de que el alza de todos los precios reduce su capacidad de compra. Ven que la ilusión de mayor prosperidad era falsa. Descubren que se ha cargado un impuesto subrepticio sobre su dinero contante y sus cuentas y que ese valor perdido, ¡oh casualidad!, ha ido a engrosar los beneficios del Banco Central, que los pasa al Estado para sus gastos. Así pues, el impulso animador de la emisión de dinero se ha convertido en inflación. Los individuos la descuentan y vuelven al desánimo.
David Hume.Esta relación entre el aumento de la cantidad de dinero, la elevación de los salarios monetarios, los precios y el cambio de las monedas la descubrió en 1556 el padre Azpilcueta. Luego, en 1752, la combinó David Hume con una explicación del sistema de pagos internacionales. Por fin, Irving Fisher acabó de formularla en 1911 como la Teoría Cuantitativa. Sorprende que un profesor que enseña en España pase por alto una de las pocas leyes económicas descubiertas por un español. Me han dicho que Pampillón explica esa teoría cuantitativa en clase con maravillosa claridad. En ese caso, no sé cómo la combina lógicamente con un keynesianismo redivivo, según el cual las inyecciones de liquidez monetaria llevan a aumentos del consumo y de la inversión y ayudan a sacar las economías de las crisis.
El desarrollo económico sostenible no nace de aumentos de la demanda: ésta es siempre infinita si los precios caen lo suficiente. Nace del lado de la oferta, del invento de nuevos productos atractivos para el consumidor, de los nuevos modos de producción más eficientes, del avance tecnológico, del nuevo conocimiento, del respeto de los derechos de propiedad, del cumplimiento de los contratos.
El aumento del gasto público no servirá para sacar la economía mundial de la crisis. Hay que saber distinguir ese mayor gasto público de las medidas tomadas por los bancos centrales para evitar que quiebren los bancos que custodian nuestros depósitos. Esos depósitos son dinero, y se trata de evitar la drástica reducción de los medios de pago en EEUU y en el mundo ocurrida en 1930-32 y en 1937-38. Lo ocurrido en Japón durante la década perdida antes mencionada muestra que un gasto público desatado y un déficit descontrolado no bastan para sacar las economías de las crisis. Cuando se muestran ineficaces las primeras inversiones, el gasto destinado a proyectos frívolos o innecesarios aumenta, con lo que la inutilidad se une al despilfarro. Además, ese aumento del gasto público tiende a desplazar las inversiones privadas, con lo que poco se gana. Sólo cuando se realizan las reformas estructurales necesarias, en el caso del Japón la reforma bancaria, empieza a reaccionar la economía de manera sana.
Tampoco sirven las reducciones temporales de impuestos. Los individuos y las empresas sólo modifican su comportamiento cuando esperan que las rebajas fiscales sean permanentes. Los impuestos no se pueden gobernar con políticas de "intervención fina", según la expresión que usa Pampillón. El elemento fundamental que falta en todo el análisis de mi colega y amigo es que las expectativas no son gobernables por las autoridades, y por ello es necesario hacerlas estables con políticas firmemente asentadas en el largo plazo.
Nota técnica: Ruego a los profesores de macroeconomía que no vuelvan a usar las curvas IS-LM para explicar el comportamiento de las economías. La curva LM de oferta y demanda de dinero es función (principalmente) del tipo de interés nominal o monetario; la curva de ahorro e inversión IS depende del tipo de interés real. A largo plazo la relación entre los dos tipos es nula y a corto plazo es inestable. Como los tipos de interés monetario y real no mantienen una relación sistemática, es un error representar IS-LM como si dependiesen funcionalmente del tipo oficial marcado por el Banco Central.

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