miércoles, 7 de enero de 2009

LA IZQUIERDA

(PD).- Constituye un hecho incontrovertible que la opinión pública europea se inclina de modo predominante hacia la causa palestina, del mismo modo y por la misma razón que se muestra mayoritariamente antiamericana.

Escribe Ignacio Camacho en ABC que quizá se trate de un resabio no abolido de la guerra fría, o de una de esas contradicciones que la izquierda occidental asume con enorme desparpajo, como la de la simpatía inquebrantable por la dictadura -antes llamada revolución- cubana.

Hay un progresismo confortable que gusta de redimir su conciencia internacionalista apostando por bandos o situaciones que jamás toleraría para sí mismo; la evidencia palmaria de que Israel, con todos sus flagrantes abusos, representa la única democracia de un Oriente Medio dominado por la intolerancia y el fundamentalismo no ha resultado nunca suficiente para ganarle el apoyo de una izquierda capaz incluso de comprender o justificar el más largo y contumaz de los terrorismos contemporáneos.

Pero que las cosas sean como son no significa que haya que resignarse ante este manifiesto doble rasero.

Asunto distinto es que el Estado judío no haya estado tampoco nunca por la labor de caer simpático, sino más bien todo lo contrario.

Su política de respuestas violentas desproporcionadas y unilaterales a cualquier asomo de agresión proviene de una conciencia histórica que ha sostenido desde la arrogancia y el orgullo de considerarse un pueblo elegido y acostumbrado a defenderse por sí mismo.

Israel no pretende caer bien; está demasiado ocupado con sobrevivir sin permiso a la presión de un entorno cuyo imaginario sigue presidido por la consigna de aniquilarlo.

Pero la conciencia europea debería ya tener el suficiente aplomo de admitir que en el conflicto judeopalestino no hay buenos ni malos.

Hay un odio de siglos alimentado por toda clase de tragedias, y hay dos pueblos salvajemente enfrentados por la negativa mutua de reconocerse el derecho a la existencia. Sin piedad y sin esperanza. A muerte.

Con la certeza de fondo de que ni Israel aceptará ninguna salida que comprometa de lejos su seguridad ni el mundo árabe, cada vez más fanatizado, renunciará a su viejo sueño de echar a los judíos al mar.

A ninguna de las dos partes les importa lo que piense el resto del mundo. Sólo que Israel no lo disimula, mientras los palestinos tratan de ganar el apoyo internacional presentándose como víctimas y soslayando su papel de verdugos.

Ambos están enfrascados en una lucha eterna en la que es tan imposible negarles una parte de razón como dársela del todo; lo que resulta ingenuo es plantearse ese enfrentamiento encarnizado y mortal desde nuestra bienintencionada y desinculpadora concepción de la paz (o de la pazzzzzzz). La paz en la que nosotros creemos se les da a todos ellos una higa del desierto. No quieren la paz, sino la victoria. O el exterminio.

Cuando caen bombas de racimo sobre una ciudad es imposible sustraerse a la piedad. Pero tendríamos que preguntarnos, sin hemiplejía moral, por qué no nos conmueven los ataques, las bombas y los atentados que dan lugar a estas atrocidades. Antes, ahora y quizá, por desgracia, siempre.

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