jueves, 19 de marzo de 2009

BOLONIA




Bolonia, que en puridad supone extender el sistema métrico decimal a las universidades, es decir, la implantación de un método homogéneo de pesos y medidas llamado a armonizar las distintas titulaciones nacionales, podría haber servido de excusa perfecta para una reflexión sobre nuestra educación superior;

de detonante de un gran debate a propósito, por ejemplo, del número, el coste y la calidad de los licenciados españoles; de coartada con tal de meditar en torno al sinsentido de que aquí el porcentaje de universitarios rebase con creces al de países como Inglaterra o Alemania (el 40 por ciento de la población española de 25 a 34 años dispone de titulación superior, frente al magro 23 por ciento de Alemania ). Bolonia, en fin, debiera habernos empujado a repensar la misión de nuestra más vetusta, renqueante y endogámica fábrica de parados.

Nada de eso ha ocurrido. Al contrario. Que la atención mediática girase durante un instante hacía la Universidad apenas ha sido útil con tal de ratificar lo ya mil veces constatado: que el genuino sustituto de Marx y Lenin en el dolido corazón de la izquierda no ha sido otro que Peter Pan. Ese espectáculo tan camp, tan kitsch, el de las facultades okupadas por unos iracundos niños mimados ante la medrosa pasividad de las autoridades, igual las académicas que las políticas, es síntoma inequívoco de su profunda regresión. Y es que con ninguna otra institución se hubiera tolerado, ni de lejos, algo semejante; con ninguna, salvo con la Universidad, claro.

Inconsolable huérfana de sujeto revolucionario por culpa de unos obreros adictos a las incuestionables delicias de la tarjeta Visa, la izquierda decidió seguir la estela que inauguraran los fascismos en los años veinte, la de politizar el acné transformando lo que siempre había sido un mero tránsito biológico en estelar categoría social. Así fue como, de la noche a la mañana, la juventud se convirtió en sagrado e intocable objeto de culto de la progresía. ¡Oh, los jóvenes! Aquella enfermedad que antes se curaba con el simple paso del tiempo, elevada por obra y gracia de una delirante desorientación ideológica, a modelo de vida secular, alfa y omega de no se sabe qué plenitud ontológica.

Okupas contra Bolonia, divino tesoro. (José García Domíngueza/LD)

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La Universidad secuestrada. (Editorial LD).

La universidad española no puede presumir de premios Nobel ni de excesivo prestigio académico, especialmente si se la compara con las universidades norteamericanas, que coleccionan todo tipo de galardones científicos y son una suerte de Meca de todo estudiante que quiera de verdad aprender y prosperar en la vida. En las últimas tres décadas nuestra universidad se ha convertido en una gigantesca y funcionarial máquina de expedir títulos al por mayor que certifican una formación deficiente e incompleta. Formación que, las más de las veces, tiene que ser completada mediante cursos de posgrado. Y todo para que el licenciado pueda encontrar un empleo acorde con lo que ha estudiado.

A pesar de ello, las universidades cuestan un auténtico dineral al contribuyente y, lejos de mejorar, empeoran con cada curso que pasa. El problema, por tanto, no es de presupuesto sino de concepción misma de qué es y para qué sirve. Pocas instituciones hay en toda España más politizadas que ésta. Su consejo de rectores es un órgano político, rendido por lo general a la izquierda, que no aspira a regenerar una universidad esclerotizada, sino a que se perpetúen sus peores vicios como la cerrazón, el sectarismo y la falta de miras.

La mayor parte de estudiantes padecen lo lamentable de tal situación, cursan sus estudios y, una vez terminados, se buscan la vida del mejor modo que pueden. Hay, sin embargo, en todas y cada una de las universidades una minoría indolente, autoritaria y siempre de extrema izquierda que, mediante el recurso sistemático a la protesta airada, violentan la convivencia académica y degradan con sus actitudes a una institución que ya no da mucho más de sí.

La comunidad universitaria ha aprendido a sobrellevar esta maldición plegándose de continuo a la desafiante actitud de estos grotescos imitadores de Mayo del 68. Empezando por los rectores y los decanos, buenistas profesionales, enemigos acérrimos de la disciplina académica, que han demostrado una y otra vez ser capaces de cualquier cosa antes que quedar como "represores", incluso a costa de la buena imagen y del prestigio de la universidad que dirigen.

Los objetivos de la minoría radical –que tiene secuestradas muchas facultades mediante acampadas ilegales en los pasillos y otros actos de protesta no menos coactivos e intolerables– están más que cumplidos. Utilizando como pretexto una reforma menor –como es el Plan Bolonia– han paralizado literalmente buena parte del tejido universitario español. Huelgas, manifestaciones y asambleas en horas lectivas son el panorama habitual hoy en la universidad. Valiéndose de la dejadez y del miedo a hacer cumplir la ley que atenaza a los rectores, ha terminado por imponerse el discurso frentista y violento de una extrema izquierda que hasta ayer era la niña mimada de los políticos –y de los rectores– progresistas.

Al final, encarando ya el último trimestre del curso 2008-09, la situación ha estallado y lo ha hecho, como no podía ser de otro modo, violentamente. Urgen medidas drásticas y urge aplicarlas ya. La universidad es un asunto muy serio porque de su salud depende una parte importante del futuro de España y porque los contribuyentes no pueden seguir financiando una institución que se ha convertido en lo contrario de lo que debería ser.


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