martes, 12 de octubre de 2010

NUESTRA DESGRACIA: LOS PROGRES






LA TRAICIÓN DE LOS CLÉRIGOS.


Entre los libros imprescindibles que, por indiferencia o pura desidia, nadie aquí ha sido capaz de escribir está la adaptación doméstica de La trahison des clercs de Julien Benda, ese alegato contra los mandarines de la cultura francesa y su ecuménico afán por prostituirse al servicio de la política y los políticos. Una ciénaga en la que el propio Benda acabaría chapoteando tras devenir él mismo compañero de viaje del Partido Comunista. Todo un clásico, la figura del tonto útil acuñada por los estalinistas, que como tantos ingenios totalitarios acabaría siendo recuperada por sus más aplicados alumnos, los nacionalistas.

Y es que en nuestra particular traición de los clérigos reside el genuino hecho diferencial español, la excéntrica anomalía que aún hoy nos escinde de Europa. Me refiero, el lector ya lo habrá adivinado, al castizo prejuicio contra la nación que sigue rigiendo entre la intelligentcia peninsular. De ahí el insólito pervivir en el tiempo de esa patología tan suya: el empeño por desconstruir la idea misma de España, el triste esfuerzo colegiado con tal de reducir nuestro devenir colectivo al fruto de un mero artificio jurídico asentado poco menos que sobre la nada. ¿Cómo comprender, si no, a la única izquierda occidental que clama horrorizada frente a cualquier exhibición de los símbolos patrios que vaya un milímetro más allá del imperativo protocolario?

He ahí, por cierto, la suprema hazaña pedagógica de quienes estaban llamados a constituir nuestra minoría rectora. Porque, en apariencia vacunada contra la estomagante catequesis de los micronacionalistas, gran parte de la elite académica yace imbuida de idénticos prejuicios cerriles ante España y lo español. Ése, en puridad, es nuestra drama: que la lotería de la Historia nos haya premiado con una intelectualidad que se avergüenza de la nación. Y encima, para acabar de arreglarlo, renunciamos a construir una educación que merezca decirse nacional.

Es sabido: si Francia existe es porque a lo largo de un siglo se forjó cada día en la escuela francesa. Aquí, sin embargo, acontece justo lo contrario: cada mañana, tras sonar el timbre que marca el inicio de las clases, sin prisas pero sin pausas, va desvaneciéndose España en las conciencias infantiles merced al concienzudo apostolado de los clérigos. Y así nos va. (José García Domínguez/LD)

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¿Progresista o reaccionario?

Es sabido que la expresión ‘izquierda política’ y ‘derecha política’ se refieren, originariamente, al lugar que ocupaban los políticos en el Parlamento francés, después de la Revolución. Los políticos que apoyaban al llamado Antiguo Régimen (que incluía a monárquicos y conservadores) se sentaban en la parte derecha. En cambio, sus adversarios (entre los que podemos situar a liberales y revolucionarios) se sentaban en la izquierda.

Pero esta distinción ya no tiene sentido. Ahora, mucha gente supone que la izquierda atesora unos determinados valores y la derecha otros. ¿De qué valores se trata? No es tarea fácil, dada su variabilidad. En el año 1982, el socialismo español se identificaba con el cambio. O sea, ‘por el cambio, para que España funcione’ . ¿Qué cambio? Esa es otra historia.

En el año 1997, el socialismo se identificaba con el baluarte de la libertad. Es decir, ‘socialismo es libertad’. Pero nada es eterno. En los años 1998-1999, la cosa progresista iba con la ética y la honestidad. Y, finalmente, en este análisis que no puede ser exhaustivo, el programa electoral de las elecciones generales de 2004 era, según nos dice J. Trillo-Figueroa (‘La ideología invisible’), ‘el más radical y escorado a la izquierda que se haya presentado nunca a unas elecciones en España, desde la Transición’.

En fin, una gran revolución socialista que el Presidente Rodríguez Zapatero resume, con su conocida capacidad de síntesis: ‘Son tres palabras que identifican claramente este tiempo político: paz, ciudadanía y talante’. Lo que cada palabra signifique pertenece a los insondables misterios de la izquierda. En cualquier caso, parece ser más progresista no precisar de qué se trata y cómo se consigue.

Algunas personas, inteligentes y honestas, como F. Savater, R. Díez (y muchos otros) han percibido que esta dicotomía ‘izquierda-derecha’ es cateta, manipuladora y poco significativa, al menos en los tiempos actuales, según sus propias palabras. Sirve, especialmente, apara arengar a las masas. Con ‘masas’, me refiero a las personas que prefieren no pensar por sí mismas, no dispuestas a leer y reflexionar y, en consecuencia, a dejarse llevar por tópicos y eslóganes. Este penoso maniqueísmo (buenos, la izquierda; malos, la derecha) debería ser sustituido, dicen algunos, por este otro: ‘progresistas y reaccionarios’. ¿En qué consiste tal distinción?

Es de suponer que los partidarios del progreso, a pesar de la vaguedad de este término, pueden estar situados tanto en la izquierda como en la derecha. A menos que insistamos en la simpleza de que solamente la izquierda quiere el progreso y la derecha, en cambio, quiere el regreso. En resumen, todo el mundo quiere el progreso, al menos hasta que no aclaremos, con mayor precisión, lo que significa. Luego ya veremos.

Sea como sea, podemos suponer que ‘la izquierda’ no renunciará fácilmente a lo que tanto le conviene. ¿Qué es? Hacer creer a la gente que la única opción auténticamente ‘solidaria, buena, generosa y emancipadora’ es la suya, la de izquierdas, que se identifica con el progreso. Virtudes que, obviamente, no tendría la malvada, casposa y reaccionaria derecha.

Me parece que la nueva distinción (progresista-reaccionario) se entiende mejor si la traducimos a esta otra dicotomía: ‘liberal’ e ‘intervencionista’. El intervencionismo, o el estatismo, tienden a restringir la libertad de los individuos y el margen de maniobra de la sociedad civil y, en consecuencia, a aumentar el poder del Estado y sus burócratas. Además, ser intervencionista supone creer que el Estado es ‘bueno’ (y no tiene fallos), por definición, y que el mercado, también por definición, es ‘malo’ (y los fallos son exclusivamente suyos). Hay, pues, que intervenir para paliar, al menos, los fallos, las maldades y las injusticias del mercado.

Recordemos que la caverna socialista, representada por paladines de la ‘auténtica libertad’, como Castro, Chávez, Morales, Correa y demás camaradas, es furiosamente antiliberal. Más aún, claman contra el ‘neoliberalismo’ (aunque no sólo ellos) que debe ser, todavía, más cruel y despiadado que el liberalismo a secas. Pero los países que salen, más y mejor, de la pobreza, son aquellos que aplican medidas liberalizadoras. Entre otros ‘pequeños’ ejemplos, China y la India. ¡Qué cosas!

En conclusión, lo más reaccionario sería el intervencionismo. Sin embargo, todos los partidos son intervencionistas. La cuestión, por tanto, no es si hay intervención o si no la hay. Sería una cuestión de grados. Recordemos a G. Orwell: ‘Todos somos iguales, pero unos más iguales que otros’. Por tanto, habría gente de izquierdas progresista, que sería la débilmente intervencionista. Y también habría gente de izquierdas reaccionaria, la fuertemente intervencionista y estatista. Es la que, encima, se cree moralmente superior. Y lo mismo sucedería con las llamadas gentes de derechas. Cuantos más intervencionistas, más reaccionarios.

La máxima felicidad de los políticos antiliberales (que son la mayoría) es hacernos iguales por medio de la ley. Aunque esto no sea factible (la historia así lo muestra) y solamente sirva para aumentar los impuestos, la pobreza y la ineficiencia económica. Olvidan, o no quieren saber, que la igualdad respetuosa con la libertad, es la igualdad ante la ley, no la igualdad por medio de la ley. ¿Significa esto que hay que eliminar el llamado Estado de Bienestar? No. Significa que hay que controlar y limitar mucho más el mal llamado ‘gasto social’, y ‘adelgazar’ el Estado, para evitar el inmoral saqueo impositivo de los ciudadanos. En nombre del ‘bien común’, por supuesto.

Una sociedad que pone la igualdad por encima de la libertad, terminará sin libertad ni igualdad’.(M.Friedman).

Sebastián Urbina.

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