miércoles, 14 de septiembre de 2011

LA LENGUA SIMULADA





CATALUÑA


La lengua simulada


Por José María Albert de Paco






Es probable que en alguna ocasión hayan oído, por boca de algún catalán no nacionalista, que Cataluña es una ficción, o que la lengua catalana es una ficción. Ayer mismo, sin ir más lejos, el escritor Iván Tubau titulaba así su artículo en la edición catalana de El Mundo.






En verdad se titulaba "La llengua catalana és una ficció", pues Tubau alterna en sus artículos el catalán y el castellano; a menudo incluso mezcla ambas lenguas en una misma pieza, algo que irrita sobremanera a los nacionalistas. Éstos, al ver retozando palabras como enseñanza y ensenyança, sufren una suerte de vahído que en algo recuerda el sofoco de los censores franquistas. Es verdad que, con objeto de mitigar la sensación de estar viendo doble, y dado el ejemplo que nos ocupa, la sección filológica ha terminado imponiendo la palabra ensenyament, que significa lo mismo que enseñança pero tiene la insuperable ventaja de parecerse menos a enseñanza, que es, en definitiva, lo que de veras importa a quienes se proclaman defensores de la lengua catalana. De este modo, la traducción que de forma natural haría cualquier castellanohablante de la palabra enseñanza pasa a convertirse en el indicio de una aberración que, evidentemente, habrá de corregir el modelo educativo, que, como saben, está basado en el monolingüismo.






Sea como sea, cuando Tubau decía ayer que el catalán es una lengua de ficción no aludía a esa variedad antipática del idioma que ha ido fraguándose en los laboratorios sociolingüísticos del régimen. O no se refería únicamente a ese aspecto de la ficción, sino también, y muy principalmente, a la simulación de que el catalán es, en efecto, la lengua de uso vehicular que pretende el poder. En las universidades catalanas, por ejemplo, es frecuente que profesores castellanohablantes, impelidos por la ideología dominante, den la clase en un catalán infame. Y que sus alumnos, asimismo castellanohablantes, tomen la palabra en un catalán peor aún que el de los profesores, de forma que lo que debiera ser un diálogo más o menos riguroso acaba convertido en un atentado contra la gramática, todo ello para bochorno de quienes sí nos desenvolvemos en catalán con la debida corrección. Al cabo, nadie podrá discutir que el catalán es la lengua vehicular del aula, que es lo que cuenta.






Es como si la educación, en lugar de extender el conocimiento, sirviera al propósito de ir suministrando símbolos a todas esas asociaciones de defensa de la lengua, que, con ocasión de cualquier trifulca, darán en arrojarlos a los medios como prueba irrefutable de que el catalán es normalísimo, tanto que, de hecho, constituye el único nexo probable entre los harapientos de todas las latitudes. La operación es impecable: el gobierno de turno crea el caldo de cultivo para favorecer que el castellano sea percibido como una anomalía; los ciudadanos castellanohablantes, conscientes de que, en el ámbito institucional, el catalán es una lengua de prestigio y, sobre todo, conscientes de que emplear el castellano equivale a significarse, a delatarse, no oponen resistencia al estado de cosas; por último, las organizaciones nacionalistas (desde el IEC hasta Maulets pasando por Òmnium) convierten la natural renuencia a que a uno lo tilden de "traidor" "botifler" o "fascista" en un mito, el mito de la cohesión social. En realidad, la llamada "cohesión social" no es más que una madeja de silencios que opera de forma semejante a la omertá.






1Obviamente, siempre hay ciudadanos que, no tanto por valentía cuanto por una vaga querencia a la cordura, desafían las disposiciones lingüísticas. El nacionalismo previó esa posibilidad, de ahí que promulgara las multas lingüísticas, un engranaje fundamentado en el binomio delación-sanción, que pretende impedir que la desobediencia cale entre la ciudadanía. Ahora bien, qué hacer si el desafío es una enmienda a la totalidad, si en lugar de cuestionar una disposición lingüística se cuestiona al régimen que está detrás. Y qué hacer, además, si toda esa perplejidad acaba cuajando en un movimiento cívico que, como tal, pretende divulgar su oferta en el espacio público. Me refiero, evidentemente, al ejemplo de Ciudadanos, una posibilidad, ésta sí, absolutamente imprevista. El operativo dispuesto por el nacionalismo consistió en la criminalización en prensa de quienes promovimos la iniciativa y las agresiones callejeras a sus simpatizantes. Por este orden.






Pero no querría huir de estudio, como decimos en Cataluña; como yo mismo, sin ir más lejos, suelo decir a mis hijas cuando distraen la atención de lo sustancial. Estábamos con la ficción y no querría dejarme en el tintero otros ejemplos, como el de los mossos d'esquadra que conversan en castellano pero que, al dirigirse al ciudadano, se pasan al catalán. De nuevo, y con arreglo a la semántica de la cohesión social, el catalán aparecerá como lengua vehicular del cuerpo de policía, cuando lo cierto es que no es la lengua mayoritaria de sus miembros. Qué decir de sindicalistas como Josep Maria Álvarez, que sólo emplea el catalán ante las cámaras de televisión, como queriendo recalcar que la lengua de uso habitual en UGT es el catalán, cuando en su sede de Vía Laietana no se oye otra cosa que castellano.






En cierto modo, lo apuntaba Salvador Sostres hace poco, se trata de vivir como si. Como si el castellano fuera una reliquia del invasor en lugar de la lengua mayoritaria de la comunidad (por eso el pasado once de septiembre, en el último desgarro sentimental del que tengo noticia, Artur Mas se permitió la bufonada de decir eso de que, por tratarse de esa fecha, no hablaría en castellano). O como si Cataluña no fuera exactamente España (por eso a Xavier García Albiol le han afeado... ¡que respetara la ley de banderas!).






Reservaba para el final del artículo un último como si. Habrán oído estos días a muchos dirigentes nacionalistas (en realidad, casi toda la clase política) decir que la sentencia del TSJC atenta contra un modelo de éxito. Evidentemente, hace falta ser un sinvergüenza para decir sin inmutarse que la enseñanza pública catalana es un modelo de éxito, como si los sucesivos informes PISA o de la Fundación Bofill no hubieran destapado carencias en todos los órdenes; como si la posición de Cataluña en el ránking europeo no fuera dramática; como si las desigualdades entre alumnos inmigrantes y autóctonos no fueran abismales.






Hoy, algunos sabemos ya que el cielo que simula el horizonte es de cartón. Pero no me atrevo a decir que afortunadamente.






Vuelvo a Tubau: bien mirado, lo que más irrita a los nacionalistas no es que mezcle el castellano y el catalán, sino que, además, lo haga de forma extraordinaria. Es eso, en realidad, lo que les molesta, que nadie tenga que traducirle los artículos como a Candel o a Montalbán. Que no viva, en fin, como si supiera catalán, sino que lo sepa de verdad.






("El pecado original de Bélgica fue ser un Estado oficialmente unilingüe en sus comienzos, y por culpa de ello se ha pasado todo el siglo XX haciendo penitencia". Jacobo de Regoyos, Belgistán. El laboratorio nacionalista).



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