viernes, 19 de julio de 2013

LAS DECADENCIA DE LA IZQUIERDA.



 

 

 

 

 

 La decadencia de la izquierda.

LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

La superioridad intelectual de la izquierda

Por Horacio Vázquez-Rial

Hace unos días escribí acerca de la revista Crisis, dirigida entre 1973 y 1976 por Eduardo Galeano. Concretamente, de un número de la misma, el 39, de julio de 1976, a poco de iniciada la dictadura de Videla.

Era, como expliqué entonces, un icono de las izquierdas de la época, y uso el plural a conciencia: todas las izquierdas del Cono Sur se veían reflejadas en sus páginas. Los nombres que decoran la portada del número 36 de Crisis (abril de 1976), que tengo delante, son por demás significativos, y siguen constituyendo la crème de la crème: el propio Galeano, Juan Gelman, Mario Benedetti, Jorge Amado, Julio Cortázar, Haroldo Conti, etc., hasta incluir a algún no culpable incapaz de decir que no a la gran revista del momento, como Enrique Molina.

Todo esto vendría a ratificar la archisabida superioridad intelectual de la izquierda, complemento ineludible de su superioridad moral, de la que me ocupé en su día, también en estas páginas. Tanto la una como la otra tuvieron su sostén en uno de los aparatos de propaganda más poderosos y mejor aceitados de la historia de la humanidad: el del comunismo. El comunismo era muchas cosas: partidos comunistas, partidos obreros, partidos socialistas, la URSS, movimientos de liberación nacional, China y el chinoísmo como variante del socialimperialismo ruso, polpotismo, castrismo, amplias zonas del peronismo, partidos y movimientos socialdemócratas a ratos, hochiminismo, guevarismo, trotskismo, etc. 

La izquierda siempre se deleitó en sus propias diferencias internas, más aún que en sus diferencias globales con la derecha, a la que siempre menospreció, y la URSS siempre estuvo encantada con esas diferencias, que eran su gran justificación y mantenían distraído al personal. Por eso los soviéticos pagaron ese circo: todo el dinero, salvo el de la disidencia china, que iba relativamente en serio, salía de Moscú. Incluso el que pagaba a los movimientos, como Montoneros, que cobraban de los países árabes y eran entrenados en ellos: rublos que alimentaban petrodólares.

En esa cumbre de la intelectualidad de izquierdas que era la revista Crisis no faltaba la muestra de la impronta rusa. Minucias de la publicidad, apenas, porque de lo demás no se hablaba. Crisis tenía una sección de ciencia y tecnología, alimentada por un tal Hugo Scarone. En el tan mentado número 36, el insigne periodista regala al lector con buenas nuevas del socialismo. Leamos:

El átomo salva al mar
La Unión Soviética hará estallar próximamente una gran cantidad de bombas nucleares para llevar enormes volúmenes de agua al desfalleciente Mar Caspio. Las bombas abrirán un gran canal a través de la región árida que rodea al Caspio para juntar el agua de varios ríos y llevarla al mar que está desecándose lentamente. El canal en cuestión tendría unos 120 kilómetros de longitud. Los científicos soviéticos aseguran que se puede garantizar un mínimo grado de contaminación por radiación que no afectará al equilibrio ambiental. Otro de los potenciales peligros –creación de terremotos por la explosión de varios racimos de 20 bombas de 3 megatones– estaría también conjurado, según los expertos soviéticos, dado que los estudios sobre posibles movimientos sísmicos son actualmente muy precisos y la calidad del terreno afectado no significaría problemas de esa índole.

Calzado volador
Esta vez la última palabra de la moda en materia de calzado no se debe a Gucci, Dior u otros diseñadores franceses o italianos. Los ingenieros soviéticos se llevan la palma con una suerte de botas de siete leguas que permitirán a sus usuarios viajar –a pie– unos 25 kilómetros por hora. Las botas en cuestión son propulsadas por un par de minúsculos motores diesel, a ambos lados de cada una, que se encienden con la presión de los talones y que permitirán a quien las use dar pasos gigantescos de hasta tres o más metros. Casi volando a unos 30 centímetros del suelo, los pulgarcitos soviéticos han llegado a dar unos 100 pasos por minuto a toda velocidad, con un consumo de sólo 70 gramos de gas oil por hora. Aunque aún no se ha anunciado su comercialización, ya se pueden barajar hipótesis que van desde el uso bélico del singular calzado a la creación de un nuevo deporte que seguramente tendrá fanáticos en todo el mundo a poco de ser lanzado.

¿Que usted no se lo puede creer? Pues le aconsejo que lo crea, porque es así. Y le diré más: yo mismo leía esas cosas sin que se me moviera un pelo, porque la superioridad tecnológica del socialismo formaba parte de la superioridad intelectual de la izquierda, y ésta se daba por descontada.

¿Que estos tíos que ahora hacen antinuclearismo, y que ya entonces condenaban al imperialismo yanqui por Hiroshima y Nagasaki, decían en 1976 que estaba bien abrir un canal de 120 kilómetros arrojando bombas atómicas, porque lo hacían los rusos? Pues sí. ¿Que decían, los mismos que ahora reclaman apagón nuclear por Fukushima, que la contaminación por radiación –varios racimos de 20 bombas de 3 megatones– no iba a afectar el equilibrio ambiental? Pues sí. ¿Que los rusos habían convencido a medio mundo de las virtudes de su ciencia sismológica hace cuarenta años? Pues sí. Y Pulgarcito ya no era el Gato con Botas, que hasta eso está mal en lo que acabamos de leer.

He visto a muchos intelectuales de izquierda –un intelectual de derechas era algo inconcebible en aquel entonces– reírse de las célebres selecciones del Reader's Digest, que no eran ni más ni menos que lo que acabo de transcribir, pero del otro lado de la Guerra Fría. Supongo que los encargados de hacer revistas de esa categoría contaban con el hecho de que sus enemigos fueran capaces de tragar enormes dosis de basura, a la vista de la evidencia expuesta. No andaban tan descaminados.

 (Ilustración Liberal).

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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Orígenes de la superioridad moral de la izquierda

Por Horacio Vázquez-Rial


Todo comienza en la revolución francesa de 1789, bien distinta de la americana de 1776 y, desde luego, de la Gloriosa británica. Robespierre decía: "Las otras revoluciones no exigían sino la ambición: la nuestra impone virtudes".



Cita la frase la profesora María Teresa González Cortés en su por demás brillante estudio introductorio a la obra de Graco Babeuf sobre El sistema de despoblación (Ediciones de la Torre, 2008), la gran crítica contemporánea al genocidio de la Vendée, el primero de la Modernidad. Libro recomendado, por cierto, por un lector habitual de esta columna.

Babeuf, que estaba a la izquierda de la izquierda, y se definía ya entonces como comunista, es el bien escogido protagonista de La conspiración de los iguales, novela ejemplar de Ilya Ehrenburg, que pretendía tomar distancias de la revolución francesa, en una velada y sutil crítica del estalinismo al que tan eficazmente sirvió, y al que sobrevivió gracias a una mezcla de astucia y milagro. Escribe la profesora González Cortés:



Los revolucionarios franceses hicieron girar todos sus pensamientos políticos en torno al concepto, de origen religioso, de perfectibilité. Amarrados a la búsqueda colectiva de la perfección, rápidamente se sintieron investidos de un plus de superioridad moral. Y más que una utopía, que también, la perfectibilité les hacía concienciar la necesidad de salir del laberinto del egoísmo personal. La perfectibilidad les arropaba con la convicción de trabajar por el bien de la patria y del género humano, al tiempo que les otorgaba la certeza, además del deber, de abandonar la cárcel de los intereses propios orillando para siempre la brújula, mezquina y ruin, del individualismo. La meta consistía en alcanzar la unidad; por tanto, el objetivo no era otro que pensar en grupo y actuar dentro del grupo.


La profesora González Cortés ha escrito otro libro ejemplar: Los monstruos políticos de la Modernidad. De la Revolución francesa a la Revolución nazi (1789-1939) (Ediciones de la Torre, 2007), en el que explica el modo en que las taras de la primera se fueron transmitiendo, casi se diría que de modo genético. Pero esto no es una reseña de sus obras, que la merecen, aunque me llegan con dos años de retraso respecto de su publicación, sino un artículo (sí, uno más) sobre la molesta y constante pretensión de superioridad moral de la izquierda, que tan pocas justificaciones tiene.

Creo que se entendería mejor aún el problema si se atendiera a una tesis que el profesor Miguel Artola expone en su celebérrimo libro sobre Los afrancesados y que, tengo la impresión, se ha dejado pasar sin atenderla lo suficiente. Escribe Artola:


Los déspotas han admitido la libertad del espíritu, por así decirlo, por un lado, en tanto que por otro han intentado sujetar, organizar y jerarquizar al individuo, situándolo en una escala graduada que va desde el campesino hasta el monarca; de quien, a fin de cuentas, depende todo. Estos reyes se han sentido conscientes de su cargo y de su responsabilidad. Federico II, José II, Catalina de Rusia, Carlos III de España, Gustavo III de Suecia, el margrave de Baden, el gran duque de Toscana, Leopoldo, etc.; todos los monarcas europeos –excepto Luis XV de Francia– llevan a cabo en sus Estados reformas políticas, sociales y económicas, hacen dar un salto a las culturas nacionales, acomodan sus reinos al espíritu de la época, de acuerdo con los conceptos y conclusiones determinados por las "luces".

A pesar de todo, comienza a hacerse patente la existencia de una diferencia de niveles entre la cultura, el espíritu y las correspondientes realidades políticas. A partir de la segunda mitad del siglo, la diferencia crece en proporciones alarmantes. La evolución política, iniciada bajo los auspicios de una rápida progresión intelectual, llega un momento –el del Despotismo Ilustrado– en que se para, cesa en su avance en busca de nuevos mundos más fáciles y justos. No ocurre lo mismo con el desarrollo de las ideas, que, amparadas en la libertad concedida a los sabios y al uso público de la razón, no rendirá viaje antes de alcanzar el liberalismo. La diferencia que el tiempo acentúa, alejando cada día más la posibilidad de una conciliación, anuncia ya el gran cambio que ensangrentará la Francia de final del siglo. Suspendida la evolución por la arbitrariedad de los monarcas, no quedaba más que una posibilidad, y ésta es la Revolución.


Y cita Artola a continuación a Philippe Sagnac (La renovation politique de l’Espagne au XVIII siècle):

A partir de 1760 en casi todos los países de la Europa continental se ha verificado una transformación política gradual, pero profunda. Únicamente en Francia no ha habido grandes reformas, y lo poco que hizo la monarquía, cada vez más debilitada, defraudó a los franceses, a los que cada retraso hacía inevitablemente más exigentes. Allí ha tenido lugar una evolución oportuna; aquí, a falta de esa evolución, impedida por los privilegiados, ha brotado repentinamente una revolución.


Al margen de que no sea posible atribuir la Revolución tan sólo a la falta de reformas de los Luises, porque el proceso es considerablemente más complejo, lo que vienen a sostener Sagnac y Artola es que donde los cambios más importantes fueron realizados por los déspotas ilustrados no hubo situaciones revolucionarias, y donde no fue así fue necesario un nuevo tipo de despotismo para hacer de forma rápida y violenta esas reformas. Fue el despotismo de la Revolución, el Despotismo Romántico. Porque, a decir de Rousseau, el pueblo "no siempre" ve el bien.

Los mecanismos totalitarios de las izquierdas, pese al uso y al abuso que se ha hecho de la expresión despotismo ilustrado, no son en general asociados al predominio de la Ilustración en un caso y del Romanticismo (siempre esencialmente reaccionario) en el otro. Porque si Catalina de Rusia se carteaba con Voltaire y hasta le ofreció asilo en su corte, y quiso poner en práctica la división de poderes de Montesquieu (guillotinado entre nosotros por Alfonso Guerra), los revolucionarios de 1789 tenían su catecismo en El contrato social de Rousseau, obra mucho más influyente en la práctica política de finales del XVIII que la Enciclopedia o De l'esprit des lois. Y no sólo en el XVIII: toda la izquierda de los siglos XIX y XX fue marcada por Rousseau, como bien nos explicó Carlos Rangel en Del buen salvaje al buen revolucionario (Gota a Gota, 2007, edición a los 30 años de la original), incluso esa pretenciosa rama podrida de la Ilustración que fue el positivismo, seducido por las razas y la eugenesia, eso sí, en nombre de la ciencia. La Ilustración hizo un camino mucho más breve, en la medida en que estaba reñida con la vulgarización del saber: sólo el utopismo romántico podía concebir la escuela pública como un modo de extender la Ilustración, escuela pública que se hace laica con la Revolución, pero que había empezado a existir realmente, a cargo del clero, con Luis XV.

Pues bien: la monarquía alumbró el despotismo ilustrado; la república, el despotismo romántico. La perfectibilité no es una noción propia de la Ilustración.

 (La Ilustración Liberal.).

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RETRATO DE UNA IZQUIERDA ADOSLESCENTE.

16 julio, 2013 
ABC. Fernando García de Cortázar. 16/07/13.- ’Porque no es casual que el anticlericalismo infantil que quiere presentarse como laicidad se haya acompañado de una actitud reverencial ante la mística silvestre del nacionalismo mientras se frivoliza con los derechos más esenciales de los ciudadanos. En este caso, el derecho a ser español’’.


“Se educó entre hombres para quienes las ideas eran a menudo más reales que los hechos.” En su celebrada biografía de Marx, Isaiah Berlin caracterizaba de este modo el ambiente en que se formaron los revolucionarios socialistas de mediados del siglo XIX. No se trataba sólo de personas con la apreciable voluntad de mejorar el mundo, sino de individuos empeñados en convertir la existencia humana en el campo de pruebas de una utopía. La historia nos ha señalado cuál fue el precio pagado por aquel esfuerzo. Y es justo aceptar que incluso los errores cometidos brotaban de las esperanzas que los ambiciosos afanes de la Ilustración pusieron en los corazones de los hombres y que su intolerancia pudo ser el fruto de una virtud exagerada que les llevó a renunciar muchas veces al realismo y hasta a la compasión.

Pero el carácter de nuestra actual izquierda poco tiene que ver con una rectitud desordenada o con una  firmeza abusiva. No estamos ante honrados apóstoles con el gesto marcado por la severidad de una doctrina, sino ante insolentes profesionales que se ganan el sueldo amedrentando a quienes ponen en duda la calidad de su producto. Nuestra izquierda no ha madurado hacia un pacífico pragmatismo, sino que ha envejecido hacia un colérico descreimiento. No ha ganado flexibilidad en la defensa de sus principios, sino intransigencia en la justificación de su conducta. No es leal a unas ideas cuya discusión pueda enriquecer a todos, sino fiel a unas consignas  indiscutibles.

Nada ha hecho tanto daño a nuestra normalización democrática como la impunidad con la que la izquierda se ha movido, segura de que sus ideas tenían un valor moral añadido, una mayor envergadura cívica y una inexpugnable solidez teórica.

La falta de resistencia cultural a sus dictados es responsable de la ausencia de un necesario debate sobre algunas cuestiones que en cualquier país avanzado nunca podrían plantearse con la mezcla de acritud e ignorancia con que se exponen en el nuestro.  

Esa inexplicable ventaja que concedemos a la izquierda no ha servido, sin embargo, para que esta preste oídos a las ideas ajenas, sino para  que eleve el  tono de hartazgo e irritación con el que se digna mencionarlas. Si en anteriores reflexiones me he referido a asuntos de una agenda más habitual, como el derecho a la educación, la defensa del sector público, la tutela de la igualdad de género o la vigencia del carácter de clase de las opciones políticas, hay dos cuestiones que sólo en España parecen haberse constituido en la línea divisoria que separa a los ciudadanos modernos de los cavernícolas que impiden nuestra conversión colectiva en una nación democrática normalizada.

La primera es esa vehemente defensa de una sociedad laica que siempre se afirma sobre el sombrío y estéril terreno del anticlericalismo. A nuestra izquierda le faltan toneladas de sutileza y cultura para distinguir entre ambos conceptos y, en cambio,  le sobran océanos de confusión intelectual, prejuicios históricos y vulgaridad argumentativa para aceptar que hablamos de cosas distintas. Resulta patético observar cómo sólo en función de su propia inseguridad y de su deseo de afirmar un perfil ideológico que nadie en su sano juicio plantea en el mundo occidental, la izquierda española trata de presentar los valores del catolicismo como un asunto que se refiere, exclusivamente, a los privilegios de la Iglesia. Una lógica exigencia del respeto a la libertad religiosa y una pasmosa deferencia, cuando no sorprendente fascinación, por confesiones ajenas a la católica, se acompañan de una recelosa actitud ante lo que son además de  creencias metafísicas, valores morales, normas de conducta y criterios de organización social de los cristianos españoles.

De ningún modo se trata de que los católicos impongan  esos valores a quienes no lo son, sino de que puedan disponer de ellos sin sentirse insultados o ridiculizados, ni acusados de un inicuo sectarismo
. Mientras en España basta con que alguna  persona declare profesar una fe distinta al catolicismo para que la izquierda exija la custodia de los derechos de una minoría, cualquier opinión emitida por un católico en nombre de sus principios es considerada un vuelo hacia el pasado más fanático  y una insufrible agresión a la libertad de todos en nombre de la conciencia de unos pocos.  

El catolicismo es sistemáticamente arrojado del espacio público, como si una creencia personal compartida por buena parte de los españoles fuera un asunto íntimo, que en nada tuviera que plasmarse en la vida colectiva. Mientras se considera legítimo que se defiendan concepciones sociales antagónicas del catolicismo, se niega que ese mismo derecho pueda ser ejercido por  quienes comparten además de una creencia religiosa,  un modo de existencia. Creer que los católicos deben mostrarse indiferentes a los criterios con los que se trama el tejido moral de una comunidad es confundir dos ámbitos perfectamente distinguibles en la articulación de nuestra sociedad: la defensa pública de unos valores y la imposición del privilegio de una institución.

La segunda cuestión  quizás se refiera a esa nostalgia de lo  absoluto en la que, según George Steiner, desembocó la secularización de las sociedades europeas hace dos siglos. Porque no es casual que el anticlericalismo infantil que quiere presentarse como laicidad se haya acompañado de una actitud reverencial ante la mística silvestre del nacionalismo mientras se frivoliza con los derechos más esenciales de los ciudadanos. En este caso, el derecho a ser español, garantizado por la Constitución de 1978 y corroborado en las diez elecciones a Cortes realizadas desde su aprobación por no hablar de algo que quizás a otros les parecerá secundario, pero no a mí: la tradición verificable de quinientos años de Estado común y los doscientos de nación constitucional que llevamos en eso que en todos los países civilizados suele llamarse historia.

Si sufrimos hoy la impugnación más grave que ha  soportado España, no es atribuible sólo a la tarea minuciosa y tramposa de los nacionalistas, probada en esa doblez que les permite afirmar identidades irrevocables y firmar acuerdos olvidadizos. Debemos ponerlo también en el saldo de esa izquierda que ha traicionado a sus propios fundadores para entregar esta nación, que un día dijo querer defender, a quienes ansían destruirla. Curiosamente, no en nombre de la lucha de clases o en busca del paraíso proletario, sino empujada por su patológico despiste al servicio de los egoístas horizontes de una oligarquía regional.

No debería sorprendernos este cambio de actitud, que separa a nuestra izquierda actual de quienes empezaron a construirla en España, armados por ideas que podemos considerar equivocadas, pero no carentes de dignidad. A esta izquierda inmadura, a esta izquierda adolescente, se le pueden aplicar las palabras con las que el propio Marx se refería a quienes repiten la historia, primero como tragedia, luego como farsa: no son más que parodia de aquellos principios, no son más que  anacronismo frente al progreso, no son más que un espectro que quiere hacerse pasar por espíritu.
 
Fernando García de Cortázar
Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad

 

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