sábado, 7 de diciembre de 2013

MANDELA.









MANDELA.

Cada época tiene sus iconos, sus personajes míticos objeto de culto ideológico. En una sociedad masificada y globalizada un icono no puede tener un perfil muy definido, pero sí representar unos valores claramente reconocibles. Los iconos son una necesidad y se dan tanto en el mundo real como en el virtual. Kennedy convive con Superman del mismo modo que Hitler comparte simpatías con Darth Vader. Son elementos centrales de eso que los antropólogos dieron en llamar culturas, sin las cuales no podemos entender el mundo en que vivimos.

Nelson Mandela es y será durante mucho tiempo un icono, un referente moral de lo que supone la lucha por la igualdad y contra la segregación racial. Causas muy vivas en la conciencia colectiva, presentes en los sistemas de educación y en la actividad cotidiana de los centros académicos. Todos somos iguales, principio que parecía cuestionar la actitud elitista y altiva de una Europa blanca, colonialista y darwinista que se sentía superior en aquellos días, ya lejanos, en que era el centro del mundo.

Mandela, como todo icono, está condenado a convertirse en una mercancía. Sus muchos sacrificios le han convertido en imagen de camisetas, carteles y tazas, en elemento ornamental que aporta estilo y personalidad. Como todo icono es seña de identidad, que facilita la comunicación social y refuerza el espíritu de tribu tan característico de la sociedad contemporánea.

Pero detrás de esa imagen hay una persona y un personaje de dimensiones históricas. La lucha contra la segregación racial ha sido una de las grandes causas de los últimos siglos, adoptando formas distintas según países y momentos. Para los más veteranos la figura de Martin Luther King es indiscutible, perfectamente enmarcada en la tradición política de los Estados Unidos. No fue el único, pero sí el más importante. Otros apostaron por vías antidemocráticas, vinculando el sistema político norteamericano con un supuesto hegemonismo blanco. Mandela creció en un entorno muy distinto y para millones de personas alrededor del mundo fue el relevo de King como máximo representante de la causa.

Nacido en el seno de una distinguida familia del pueblo thembu, tuvo la oportunidad de asistir a la universidad y licenciarse en Derecho. Desde muy joven se sumó a la lucha contra el régimen segregacionista, pero de forma más matizada que muchos de sus camaradas. Mandela no cayó en el fácil y vulgar catecismo antiimperialista que combinaba antisegregacionismo con anticolonialismo. De hecho el nacionalismo africanista que él encarnaba no era anticolonialista. De credo metodista y formado en el Derecho británico, Mandela valoraba lo mucho que el Reino Unido había aportado a aquellos territorios, una base excelente sobre la que edificar un estado de mayoría negra. 

Pero a pesar de este punto de partida, Mandela se dejó arrastrar por el radicalismo que el movimiento vivió en los sesenta. En Sudáfrica como en muchos otros estados se recibió con escaso espíritu crítico el aporte doctrinal del comunismo chino, el legado de Ghandi o la experiencia revolucionaria vietnamita. De aquel cocktail nada bueno podía surgir. Los líderes del movimiento se vieron envueltos en un debate entre seguir una vía pacífica para forzar cambios desde el propio régimen u optar por la violencia. Mandela pasó de defender la primera a apostar por la segunda, liderando finalmente una conjunción con los comunistas y otras minorías dirigida a la opción violenta. Un cambio político sin duda afectado por otro personal. Su matrimonio entró en crisis y una nueva compañera, menos atada a valores tradicionales y más comprometida con la causa antiimperialista, llegó a su vida. En 1961 fue detenido y condenado a cadena perpetua.

El espectáculo de lo que estaba ocurriendo en Sudáfrica tenía su paralelo en Rodesia, hoy Zimbabue, donde sucesos semejantes alimentaban una campaña de protesta que no paraba de crecer. Eran los años de la Guerra de Vietnam, de la movilización de la opinión pública en temas de política internacional, de la reflexión sobre el poder de los mass media… El apartheid consiguió despertar el rechazo de una emergente opinión pública mundial, con especial incidencia en el mundo anglosajón. Aquello derivó en el aislamiento internacional, convirtiendo a ambos regímenes en parias diplomáticos, que veían denegada su presencia en multitud de foros y dificultada su actividad comercial. Sudáfrica logró su independencia del Reino Unido en 1961, pero ese mismo año se vio obligado a abandonar la Commonwealth por las críticas que su presencia despertaba entre los restantes miembros.

Mandela no representó el papel de Luther King. Quizás fue el obispo Desmond Tutú quien mejor cumplió el cometido de referente moral e impulsor de una vía pacífica hacia la reconciliación y el respeto a los derechos humanos. Pero Mandela acabaría siendo de forma indiscutible el líder político de aquel movimiento. Su compromiso con la opción violenta fue un error que le llevó a la cárcel, donde permaneció la friolera de veintisiete años. Pero tuvo la habilidad y la capacidad para desde allí hacerse con el liderazgo de la causa antisegregacionista y supo utilizar con eficacia el rechazo internacional que el régimen político sudafricano provocaba. La estrechez de la celda y la incomunicación a la que estaba sometido no fueron suficientes para impedir a Mandela marcar las líneas maestras de una estrategia que acabaría con el régimen segregacionista. Su entereza, su comprensión del proceso político, su relativa moderación frente a muchos de los excesos de las corrientes antiimperialistas, su apuesta por una salida integradora le acabaría convirtiendo en el dirigente natural, así como en el icono destinado a decorar camisetas y tazas.

El mensaje fue calando y las propias autoridades políticas comprendieron que el modelo no era viable. De Klerk sustituyó a Botha y con su llegada comenzaron las reformas que llevarían a la liberación de los presos políticos, el reconocimiento de las fuerzas partidistas prohibidas y finalmente la convocatoria de elecciones. Se daba paso así a una nueva época con Mandela como presidente entre 1994 y 1999. Para entonces era ya un hombre anciano llamado, como mucho, a pastorear un proceso de cambio político que otros dirigentes más jóvenes tendrían que dirigir.

En su haber está el haber apoyado una salida democrática y relativamente respetuosa con los intereses de la comunidad blanca. El contraste con lo ocurrido en la vecina Zimbabue es evidente. Las razones para dejarse llevar por el revanchismo eran las mismas, la diferencia estuvo en el liderazgo. Mandela comprendió que el futuro de Sudáfrica pasaba por enviar al mundo un mensaje claro de compromiso con la convivencia pacífica y la democracia. Atrás quedaban sus escarceos comunistas y radicales.

En su debe, que también lo es del conjunto de la clase dirigente del Consejo Nacional Africano, hay que anotar la corrupción rampante y un preocupante nivel de incompetencia. Sudáfrica podría estar mucho mejor de lo que está si sus actuales dirigentes fueran gente más responsable. Pero también es verdad que en comparación con algunos estados de su entorno geográfico y con historias paralelas Sudáfrica es un ejemplo a seguir.

Como muchas otras figuras históricas que han protagonizado procesos revolucionarios Nelson Mandela es una personalidad controvertida, en la que predomina el claro oscuro. Los historiadores debatirán durante años sobre su carrera política, ideales, aciertos y errores. Como demócrata y administrador dejaba mucho que desear. Para el ciudadano de a pie todo será más fácil, Mandela pervivirá como un referente moral en la lucha en favor de la igualdad y contra la segregación.

(Florentino Portero/ld)

No hay comentarios: