sábado, 7 de mayo de 2016

DESPRECIO A LA FILOSOFÍA.












DESPRECIO A LA FILOSOFÍA.


Lo primero que le viene a la mente al atareado ciudadano, si alguien le para por la calle y le pregunta por la filosofía, es lo siguiente:

¿Filosofía? ¿Para qué sirve?

Ya hemos detectado el problema. Detengámonos un momento.  ¿Quiere usted decir que solamente le interesa lo que le es útil? Digamos, de pasada, que el ciudadano en cuestión es de mediana edad y no ha sufrido los ataques inmisericordes de la LOGSE. En resumen, es una persona educada y medianamente instruida con la que se puede dialogar pacíficamente.

Después de levantar una ceja, responde: ‘No, no solamente me interesa lo que me es útil. Por ejemplo, me interesa mi familia, al margen de la utilidad. Mis mejores amigos...’

Es decir, continuo, hay cosas que son deseables en sí mismas. Por ejemplo, su familia y sus mejores amigos. ¿Es así?

Así es, me contesta.

Entonces, el saber, en términos generales, no es deseable en sí mismo. A usted le interesa solamente el saber para algo.

Pues sí. Por ejemplo, tenemos una pequeña finca rústica, heredada de una tía de mi mujer, y yo he aprendido técnicas para sacar un buen rendimiento al huerto, dado que tenemos abundante agua. También he ido a clase para manejar el ordenador. Mi hijo se ríe de mí porque me desenvuelvo muy mal.

Ya veo. Por tanto, este saber es interesante y deseable porque le sirve para algo. En este caso, sacar un buen rendimiento a su huerto. O manejar el ordenador. Y usted supone que la filosofía no le va a dar ningún rendimiento. Esto hace que a usted no le interese la filosofía. ¿Es correcto lo que digo?

Sí, es correcto.


Ahora, si me permite, le voy a poner un ejemplo...


El paciente ciudadano, al que llamaremos Pepe, trata de escabullirse: ‘es que tengo algo de prisa...’ Le tranquilizo y le digo que no le detendré mucho tiempo.

Un filósofo norteamericano, llamado Stephen Toulmin, pone el siguiente ejemplo.  Un adolescente trata de salir de noche con sus amigos. Su padre se opone y se coloca junto a la puerta para impedir el paso. Se produce un duro intercambio de palabras. Por primera vez, el hijo ve a su padre de una forma diferente. No como su padre sino como un hombre extraño que defiende su territorio. El hijo siente disgusto pero, también, piedad. Consigue salir de casa y antes de traspasar la barrera del jardín, vuelve la mirada hacia su padre. Pero ahora lo ve ‘desde fuera’, como si fuese un extraño.

El hijo, que tenía mentalidad filosófica, se preguntó ¿Qué es lo que hace que un hombre tenga autoridad sobre otro? No poder, sino autoridad. Y esto nos conduce a una característica de la filosofía. La generalidad. El hijo, al que llamaremos Luis, ya no se pregunta si su padre tiene autoridad, o su maestro o el guardia urbano, etcétera. Su pregunta es general. ¿Cuál es la justificación de que alguien tenga autoridad sobre otra persona o personas? Y, de paso, cuál es el concepto de autoridad.

¿Qué consecuencias tiene esto? Por el momento, las palabras de Pepe, el padre, se han convertido para Luis, el hijo, en simples ruidos. Lo que le lleva a preguntarse por la diferencia entre las palabras que conllevan significado, por ejemplo ‘autoridad’ y las palabras que son simples ruidos. Al menos para alguien.

Podemos ver que la mirada filosófica es más penetrante que la mirada utilitaria. ¿Acaso no es importante saber quién tiene autoridad y porqué? La filosofía cuestiona y trata de aclarar el lenguaje que llamamos ‘ordinario’. Porque, usualmente, no cuestionamos las palabras que utilizamos para contar lo que sucede, o nos sucede. Igual que no solemos cuestionar el conocimiento de ‘sentido común’.

La contestación de un ciudadano cualquiera a mi pregunta inicial puede ser esta: ‘Me importa un bledo la filosofía’. Supongamos que es así. Pero cuando alguien renuncia a un instrumento para entender mejor el mundo que le rodea, es más fácilmente manipulable. ¿Por qué? Porque vive de lugares comunes. Diré sólo uno y muy extendido. ‘Todo es relativo’.

¿En serio? Entonces usted considera tan respetable la democracia como el nazismo. También considera que da igual decir la verdad o una mentira. Puede suceder que nuestro relativista ciudadano diga que no existe la verdad. Pues bien, le proponemos que las cosas sean así como dice. Usted pasa por la oficina de su empresa para cobrar el mes. El encargado le dice que ya le ha pagado el mes. Usted se enfurece. ¡No es cierto! ¡No me ha pagado el mes! Pero el encargado le oyó decir que la verdad no existe. Por tanto, ¡qué más da! El encargado, con cara sonriente, le recita: ‘Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira’.

 La actitud filosófica ante la vida supone reconocer nuestra ignorancia y tratar de dar pasos hacia una mejor comprensión de las cosas y de nosotros mismos. Lo que incluye a las personas y a las relaciones entre ellas. Y estos pasos adelante se dan, no por medio de gritos o amenazas sino, por medio de la argumentación, es decir, una exposición de las razones que apoyan una idea, afirmación, conducta, etcétera. Así como la delimitación precisa del problema que pretendemos aclarar.

 Pensemos que el pez no se da cuenta del agua que le rodea. Tan natural le resulta.  Algo parecido sucede con nuestro lenguaje cotidiano, con nuestro saber de sentido común. Es una especie de piel intelectual que no ponemos en cuestión. Nos parece natural. Pero no siempre hacemos bien en seguir haciendo lo que hacemos, o pensando lo que pensamos.

 La filosofía es una especie de aguijón intelectual que nos impide dormir a pierna suelta, creyendo que todo lo que hemos hecho hasta ahora debe repetirse sin ser nunca cuestionado. ¿Y cómo y cuándo habría que cuestionarlo?

Sí, tal vez no sirva para nada.

Sebastián Urbina.

(Publicado en ElMundo/Baleares/6-Mayo-2016.)


No hay comentarios: